viernes, septiembre 29, 2006



Mujeres que buscan, cambian, se divierten: poetas argentinas




Por Anahí Mallol


Si quisiéramos trazar una genealogía de poetas mujeres argentinas a lo largo del siglo XX, después de la insoslayable Alfonsina Storni, son Olga Orozco, Alejandra Pizarnik y Susana Thénon quienes aparecen como voces fuertes. Todas ellas trabajan por el abandono definitivo de los subgéneros destinados a las mujeres escritoras y del tono confesional, para dialogar con la poesía argentina a secas, no sin establecer una lucha desde dentro de las estéticas contemporáneas pero en contra de ciertas modulaciones o tonos que se percibe como ajenos.

En la década de 1980, esta política de la escritura[1] se volcará hacia el rescate y puesta en evidencia de un uso y deslizamiento de los subgéneros o géneros menores. Las poetas articularán una doble operación de búsqueda y construcción de una subjetividad que apela constantemente a una recategorización de la experiencia, no sólo en sus poemas sino también en sus ensayos y traducciones de otros poetas.

El golpe de estado contra el reflejo deberá ser entonces, según Diana Bellessi, doble. Y transcurrirá por dobles caminos. Lo que define desde el espacio teórico como cruce geográfico-pulsional: ser pardo en la constitución de la mirada, auna el entramado de su poética (heróica, erótica, exótica) de un modo renovado en cada poemario. Bizquera de la aprehensión femenina del mundo y de su decir, en permanente lucha con el imaginario hipotecado, que prescribe mimetismo y ruptura simultáneamente, digresión y corte, erudición y gravedad, el gesto abre el espejo y el poema como heridas de quien, con la voz pequeña, decide ir cerca.


Por eso el camino hacia el jardín, microutopía fundante y devastadora al mismo tiempo de la escritura, en tanto jardín que mata y que pide ser muerto para ser jardín, se tapiza de devenires (devenir-planta, devenir-animal, devenir-poema) pulidos por una retórica salvaje en mí menor. Y Sur se abre bajo la advocación a las voces anónimas de los dichos y cantos de los pueblos americanos, como poética de pasajes, de desplazamiento. El texto se construye como una tensión propiamente dialéctica entre lo perdido y lo ganado, entre lo propio y lo ajeno, en la tensión de lo temporal como categoría ontológica en el origen de la experiencia de lo humano, y propone una obra, además de lírica, épica, pero desde una épica no de la conquista sino del cuidado, “Cuidado de lo otro y poder/ no de poseer, de dejarse/ ir”. “Lo que no es propio ni es ajeno” se revela como música y hace eco en el corazón (del sujeto expandido dejándose decir, del poema construido sobre las voces otras y no la voz).

En la escritura de Delfina Muschietti la voz misma está quebrada, desdoblada, desleída. Tal vez porque se trata de la voz del sueño es que se erige a partir de su propia dislocación, una casi ubicuidad exasperada que se desarrolla con la precisión irritada de unos ojos dañados por la luz excesiva del mediodía y la oscuridad del poema que circula por los misteriosos caminos de lo imaginario.

El sujeto que escribe concentrado en el hilo vacilante de la voz, que es también el hilo vacilante de la mirada, que es el ritmo alternante del poema (con versos de longitudes tan variadas que llegan a fundirse con la prosa), a partir de su no pertenencia se expande hacia lo otro, texto, cuerpo ajeno, paisaje, o menos, fragancia, color, luces mutantes y se contrae hacia el detalle, lo mínimo ("Allí persistimos también: en el delicado pétalo blanco que se abre a una sostenida fragancia") y aún lo cotidiano, que restituye la escena de la lectura al escenario del poema. El poema se configura entonces como cuerpo vivo, porque late, pero sobre todo porque respira. Es el aire exalado lo que constituye el ritmo, de la respiración, de la lectura, pero es más que nada lo que intercede, lo que media la relación del cuerpo con el mundo en un espacio indecidible en su pertenencia, porque el aire se convierte en el espacio mismo del poema en el que el sujeto se experimenta, en el que el alma vuelve a ser lo que fue una vez: el hálito, el aliento, lo que se intercambia amorosamente entre los cuerpos.


rtesanado de la palabra, fino trabajo de orfebrería y engarce exacto del significante en la cadena de un sintagma ya antes repujado, son las marcas que del barroco ostenta la escritura de Tamara Kamenszain. Esa complicación que hace del máximo del brillo en sus facetas, del choque de las luces, del estallido de la sintaxis, su arte, encontrará en Kamenszain unas modulaciones específicas.

Con la reflexión sobre el trabajo del poema, sobre el trabajo del significante y del sentido, tramará una reflexión sobre las tareas tradicionalmente adjudicadas a las mujeres, lugares por donde “lo artesanal, obsesivo y vacío”, es decir, lo barroco (pero ahora, barroco cotidiano de la labor de las mujeres) se vuelve el seno, entre origen y alimento, del texto silencioso.

Como un ropaje extendido sobre el vacío de la ausencia de respuesta, como un subterfugio de la seducción para (in)satisfacción de un deseo siempre un fuga, como una costura manual pero invisible del lado del revés de lo que es mostrado, la escritura se despliega. Escribe entonces una historia, más una historia de preguntas que de certezas. Cada poema se propone como una indagación que fuerza el procedimiento de las aproximaciones fónicas y/o semánticas entre las palabras para mostrar impúdicamente su reverso: Soledad del que escribe ante la máquina de un lenguaje, que si aparece siempre dominado no deja por ello de decir su propiedad, es decir, su ajenidad.

Los textos de Mirta Rosenberg son textos dados a la luz de una porfía, el ejercicio de una escritura que reflexiona (se vuelve) sobre muchos de los mitos románticos, para construir desde allí un espacio teórico-sentimental y levantar como sola verdad, por lo demás inútil, el valor-trabajo. Montado sobre la decepción de lo deseado, el poema se vuelve, más que un acto, un “antro de fe”, que profanando lo íntimo, descreyendo de la posibilidad del discurso de lo íntimo y su confesión, construye ese espacio de fe en un ejercicio verbal laborioso.


La desconfianza, no sólo con respecto a las palabras, que aparecen enrarecidas, sino en relación con el acto comunicativo mismo, es radical. Si no hay desborde del yo que se exprese en el poema (entendiendo el significado de “expresar” como derivado de la raíz ex-pressus, de ex-premere, “apretar hacia afuera”) no es sólo porque ya no es posible proseguir en la estela del romanticismo y es aún necesario discutir a Wordsworth y su célebre frase (“toda buena poesía es el desbordarse espontáneo de poderosas emociones”), sino porque no es posible hallar los elementos básicos de la situación comunicativa: no hay yo (mucho menos un interior del yo), no hay lenguaje expresivo (sino constructivo), no hay tú. Por eso el acto de habla se vuelve mentira, o verdad en fuga por el acto mismo de la enunciación, y lo sentimental, una teoría o un objeto.

Las poetas de los 90, por su parte, vuelven a pensar la poesía y su relación con lo que la rodea desde un nuevo ángulo: variaciones discursivas donde la poesía actúa como una pantalla distanciadora en relación con la lengua que refracta los otros discursos, sin jerarquías y sin militancias, y también designa una experiencia que conecta el cuerpo a la máquina (incluida la máquina del lenguaje o la máquina del poema), y que se ha definido como tecno
[2]. Lo tecno es la pérdida de la ingenuidad, es la escritura desde la desconfianza radical. Símil-realista, símil-naif, el poema tecno noventa expone la superficie y se escatima al subterfugio del sentimiento.

Por ejemplo en la voz pretendidamente ingenua de algunas poetas mujeres, voz que si se revierte en el grupo Belleza y Felicidad[3] por el trabajo sutil de una ironía refinada que remite constantemente a una exacerbación vuelta posible del lugar común con que se pretende definir al neobarroco como el típico juego de asociación fónica al que se suma el típico juego de las alusiones sexuales más o menos veladas, ahora bajo el velo fashion del homoerotismo entre mujeres, en otras autoras estará jugando siempre en los bordes en que la escena infantil se vuelca desde la alegría hacia el dolor y hacia lo siniestro y un humor, entre cínico e irónico, hasta autoirónico, sin dejar de reconocer la fragilidad del espacio conquistado[4].

Por eso es posible ver más que la banalidad de un mundo conquistado por las mercancías, e incluso más que el insight repentino que dice que “el ser no está más allá de las cosas, sino que sólo se hace tangible en ellas”[5], en esos “dedos que sólo las chicas saben meter aplastando Bubaloos”[6].

Así se define una “tercera posición” que desestabiliza, desde una desconfianza radical (con respecto a la política, a la teoría y a la estética pero incluso también a ciertas categorías de la experiencia y hasta a la mera percepción) los estereotipos heredados, aquellos que circulan por los massmedia y tambien aquellos que circulan por la literatura, repensando posiciones genéricas y de escritor que desarman las dicotomías que configuraron el campo literario-poético de la década anterior, y que separaba tajantemente la escritura de los varones de la de las mujeres, salvo raras excepciones, como la de Juana Bignozzi.

Para no ser niñas/os de los decires ajenos, las nuevas y los nuevos poetas buscan redefinir, como siempre, su relación con otros poetas anteriores, para establecer su propio lugar, y buscan, aunque inconfesadamente algunos, definir su posición genérica (o transgenérica, no importa).

Y lo hacen simplemente así, ni igualitarias/os, ni buscando una definición o una certeza, ni combativos, siempre con humor, con ironía, desde lo que les pasa, desde la seguridad en la existencia de una experiencia propia (de propia inseguridad), ser hombre, ser mujer, ser travesti, transexual, ser en esta sociedad, con más de un sexo y algún género (que recubre el sexo, para que se vea, para que no se vea, para que sugiera).


Ahora que saben que lo privado es político ya no se preguntan si lo correcto (políticamente correcto) es hablar como la gente de cosas que le pasan a la gente o retraerse en la exploración de la subjetividad, la infancia, el miedo, al modo de Pizarnik.

Ahora que no tienen que defender ni definir sus modos del deseo, sólo lo echan a andar y que se oriente como quiera, como pueda, hacia los/las iguales, hacia los/las diferentes. Porque ahora saben que los sexos son más que dos y que la escritura de las mujeres puede ser, es, más que hablar de puntillas, volados, moños, no piden permiso ni se ruborizan para confesar que toman todo el Tang que pueden por amor a las proteínas o para culpar a los broderies de la cama por ponerse tan enamoradas.

Tampoco se traicionan cuando se hablan en masculino o en impersonal, cuando eligen devenir-niño y no niña, ni cuando sitúan la fuerza masculina, la del padre en una escena mínima, cotidiana y tierna, visto con ojos de niño[7], proponiendo, como valor de la masculinidad, precisamente la ternura.

Ahora, que conviven con el lápiz Revlon, que juegan con las figuritas de Sarah Key, que crecieron acunados/as por modelos-muñecas anoréxicas, y son tan gordos que deben inventarse consuelos, ahora el maquillaje, las muñecas, la tele, el sexo, la madre (desdramatizados, visto con serenidad y distancia su espesor trágico que así se adelgaza, se vuelve cómico o se asume como una máscara o disfraz para el juego y la experimentación) están ahí, diciendo, y sin querer decir más que lo que dicen: de esto, de esta mezcla de discursos, estamos hechos.


[1] Uso este concepto en un sentido amplio, que abarca una forma de pensar la propia poética, consciente o inconscientemente, en sus realciones de pertenencia y lucha con otras.
[2] De acuerdo con la lectura de Delfina Muschietti.
[3] Integrado por Fernanda Laguna, Cecilia Pavón y Gabriela Bejerman.
[4] Por ejemplo en Roberta Iannamico y Marina Mariasch, María Medrano y Ana Wajszczuk, entre otras.
[5] Tal como definen a la poesía los poetas objetivistas.
[6] Marina Mariasch.
[7] Como Roxana Páez, Martín Rodríguez, Miguel Angel Petrecca, Hernán Lagreca, Gabriel Reches.

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